jueves, 28 de junio de 2018

EPÍLOGO


EPÍLOGO



Sé que en esta historia han quedado muchísimas cosas por contar y, sobre todo, muchas historias en las que profundizar.


Quizás porque en mi familia creen que no las iba a entender, no me las han contado o simplemente no me las han querido contar con mucho detalle.


Muchas de estas historias relacionadas con la vida de mi bisabuela Leonor son muy parecidas a las historias de tantas familias que vivieron en la misma época. Como dije al principio de la biografía he querido relacionar la historia de mi abuela con los hechos históricos de del siglo XX. Un siglo convulso en el que hubo guerras que rompieron muchas familias, obligando a muchos ciudadanos a emigrar.


Mi abuela vivió muchas de esas situaciones. Por un lado, la fragmentación de su familia. Su padre se volvió a casar después de enviudar y formó otra familia. Tuvo diez hijos con su segunda mujer. Varios de ellos murieron de tuberculosis, enfermedad muy contagiosa y común en la época. Era muy fácil que en una misma familia hubiera varios casos. Las familias eran grandes y vivían en casa pequeñas donde varios hermanos compartían la misma cama.


Por otro lado, la emigración. Su hermano Servando emigró a Argentina y posteriormente a Estados Unidos, en concreto a Santiago de Texas. Después de más de treinta años regresó, como ya he contado, pero no se adaptó a vivir en España y finalmente volvió a California, donde falleció.


También me gustaría haber contado más cosas de mi abuela porque, aunque a ella le parezca que su vida no es muy interesante, yo creo que el hecho de ser hija de Leonor ya tiene mucho interés añadido.


Mi abuela se crió sin padre y trabajó, hasta que se casó con mi abuelo, en la tienda de flores de su hermano Manuel.


Ha tenido tres hijos y además de ser la memoria de la familia y la que se ha encargado siempre de conservar todas las fotos familiares, documentos y recuerdos, fue la que cuidó de Leonor durante todos los años que duró la enfermedad. Esa situación fue muy dura para ella y desgastó mucho a la familia. Se rompieron muchos lazos y deterioró mucho las relaciones familiares.


La casa y la finca de Leonor aún existen. Son la herencia que mi abuela comparte con su hermana y sus sobrinos (los hijos de Manuel).


De esta herencia solo queda un solar en el centro de Santander, con un jardín que guarda un raro encanto entre los escombros de la casa, que se tuvo que derruir hace unos años, pues estaba en mal estado.


Finalmente me gustaría agradecer a mi abuela y a mi madre todo lo que me han ayudado en el relato de esta historia. Yo me he enterado de muchas cosas de mi familia que me han resultado muy interesantes.


Espero que os haya resultado igual de interesante leerla que a mí escribirla.


Emma Palacios Pérez




PRÓLOGO


PRÓLOGO


Cuando Emma llegó a casa un día y nos contó que le habían encargado, como trabajo de Lengua, escribir una biografía de un miembro de la familia, ninguno tuvimos duda de quién era la persona más adecuada para protagonizar dicho trabajo.


La abuela Leo fue una persona extraordinaria, con sus luces y sus sombras, pero extraordinaria al fin y al cabo porque toda su vida, intencionadamente o no, huyó de lo ordinario y lo convencional.


Y no resultó una vida fácil. Vivió una de las etapas más convulsas de la historia de España, marcada por la inestabilidad política y el gran acontecimiento que dividió el país en dos, la Guerra Civil. Y aunque el papel de la mujer en esta sociedad fue cambiando, siempre parecía que la familia de Leonor era un oasis de progresismo en un mundo en el que la mujer era relegada, por la fuerte influencia de los sectores más conservadores de la Iglesia Católica, al matrimonio, a la maternidad y el trabajo doméstico.



El ambiente tan excepcional en el que creció fue, sin duda, clave para forjar una personalidad fuerte, incluso indómita a veces, y siempre vivió de acuerdo a sus principios e ideas y nunca le importó lo que los demás pensaran de ella. Superó grandes enfermedades como el tifus, que le conllevó la pérdida del pelo (un estigma en la época), dos abortos provocados por cólicos nefríticos y un sinfín de reveses sentimentales. Sin embargo, nunca perdió ni el buen humor, ni las ganas de cantar y reír. NI siquiera las ganas de lucir piernas, introduciendo el uso de minifalda en la conservadora sociedad santanderina.


Gracias a este trabajo, Emma y otros miembros de la familia hemos tenido conocimiento de muchos detalles de la vida de Leonor que desconocíamos. Su vida fue tan intensa que hay detalles y hechos que su hija prefiere guardarse para sí a la espera de que la edad y la madurez permitan a Emma entenderlos.


Elsa Pérez Lombraña
(con la esencial colaboración de mi madre, Marianela Lombraña García)


domingo, 10 de junio de 2018

LEONOR CAPÍTULO VIII


CAPÍTULO VIII




Bueno, pues los años iban pasando. Poco a poco nos estamos acercando a los años 60. Manolo tuvo dos hijos y consiguió tener un negocio próspero. Leonor ayudaba a su hijo y su nuera con la tienda y con los niños.


A pesar de que casi todo el trabajo se derivaba a la tienda de Manolo y muchos de los cultivos que se hacían aún en los invernaderos servían para los arreglos de la tienda, algunos de los trabajos que llegaban a la casa sí que se hacían; sobre todo, coronas para funerales y ramos de novia. 


Leonor, a pesar de todo el trajín, siempre fue una mujer atractiva y tuvo sus admiradores. Dio calabazas a más de uno, pero no estuvo interesada en volverse a casar después del fallecimiento de Esteban.


Y menos mal que no se volvió a casar, pues uno de los señores que quiso casarse con ella, se casó con otra señora y se murió en tres meses.


También tuvo una amistad muy comentada con un señor cubano que había venido a Santander para resolver unos asuntos familiares. Ahora estamos muy acostumbrados a ver por nuestras calles gente de color, pero en los años 60 ver una persona negra en Santander era bastante excepcional.


Don Santiago Buendía había aparecido una tarde en casa preguntando por la señorita Ignacia Gutiérrez. Él había venido a Santander por encargo de Don Marcelino Gándara para solucionar unos asuntos de una herencia familiar y traía una carta para Ignacia.


Don Marcelino era natural de Santander y había sido novio de Ignacia en 1925. Pero el padre de Ignacia no permitió el noviazgo y este se marchó a Cuba, donde se casó y tuvo varios negocios muy prósperos. Durante todos esos años y a pesar de casarse y tener hijos, no dejó de mantener correspondencia con Ignacia. Mi abuela aún conserva cartas y fotografías de Don Marcelino y su familia. Ignacia nunca se casó, al igual que sus hermanas, y fue siempre una mujer triste y melancólica que ahogó sus penas en el alcohol, lo cual provocó su fallecimiento a causa de una cirrosis.


Don Santiago Buendía era el abogado de Don Marcelino y este le había encargado arreglar la venta de la casa de sus padres. Su delicado estado de salud no le permitió viajar a España. Estas gestiones le llevaron a Don Santiago alrededor de tres meses y durante ese tiempo mi bisabuela Leonor le ayudó en lo que pudo e hicieron amistad. Pero pasear por Santander con una persona negra en los años 60 no pasaba desapercibido y fue objeto de más de un chismorreo.


 Sin embargo, a mi bisabuela le importaba muy poco lo que pensara la gente, ya lo había demostrado en anteriores ocasiones.


A lo largo de su vida no hizo mucho caso a los comentarios sobre su vida. Hizo lo que quiso. Entre otras cosas, fue una de las primeras mujeres en llevar las faldas por encima de la rodilla.


Los años pasan y Las Tías fallecen -Ignacia en 1959 y Quetina en 1963- y Leonor heredó lo que quedaba de la casa y la finca.


Las hijas de Leonor (una de ellas es mi abuela) se casaron y tuvieron hijos. Entre todos ellos nace mi madre. Ella me cuenta cómo fue su infancia en la huerta de su abuela. Lo bien que se lo pasaba con su prima y su hermano. Los perros que había en la huerta y los cachorros que nacieron allí (me da mucha envidia). Las flores que cultivaba su abuela Leonor y las frecuentes visitas de familiares.


Entre ellas regresó a España Servando, el hermano de Leonor. Él regresaba a vivir a Santander después de haber estado recorriendo Argentina y Estados Unidos durante unos cuantos años. Se había jubilado en Texas y quiso regresar a su tierra.  Volvió con su mujer y una nieta de quince años.


Estuvieron viviendo unos años en Santander, pero no se adaptaron y regresaron a Estados Unidos, esta vez a California. La verdad es que España era muy diferente a Estados Unidos en los años 70. 


Bueno, los años pasaron y mi bisabuela enfermó de Alzheimer en el año 1980.


Esta es una triste enfermedad, te va borrando los recuerdos hasta que no sabes quien eres. Además, es muy dura para los familiares que rodean al enfermo, pues este necesita una dedicación a tiempo completo, ya que carecen de la capacidad de cuidarse solos.


El escritor Oscar Wilde dijo “que la memoria es el diario que llevamos con nosotros a todas partes”. El premio nobel Gabriel García Márquez escribió sobre la enfermedad, que también padeció: “La vida no es lo que uno vive sino cómo lo recuerda, y cómo lo recuerda para contarlo.”


Mi bisabuela Leonor falleció en 19 de marzo de 1989; tenía 81 años, pero llevaba 10 sin recordar quién era. Puede que con este trabajo haya podido recrear una parte del diario que a Leonor se le fue borrando de su mente, pero ha quedado en el recuerdo de mi familia y me ha permitido la posibilidad de contarlo.


Seguro que se marchó con muchos secretos a la tumba y seguro que también hay cosas que no me han querido contar con más profundidad, pero espero que este recorrido por la vida de mi bisabuela os haya parecido interesante.


Me gustaría terminar con una frase que creo que es un epitafio adecuado a la intensa vida de mi bisabuela Leonor.


“No se puede pensar de ella que se fue sin haber estrenado la vida”


FIN



LEONOR CAPÍTULO VII


CAPÍTULO VII



Leonor estuvo mucho tiempo sin salir de casa, pero mi abuela recuerda lo bien que se lo pasaba en la huerta con su hermana y las trastadas que hacían y la pila de veces que Leonor las tenía que castigar. Además, el tema de los castigos era muy, muy duro. Mi abuela cuenta que una vez que se puso muy pesada le metió la cabeza en un recipiente donde se recogía el agua de lluvia.


Una vez su hermana Norín, que era muy mentirosa, se empeñó en decir que había visto una serpiente en el tronco de una palmera. Tuvieron que quemar parte del tronco para hacer desaparecer a la serpiente y que ella se quedara tranquila. Aún se conserva la palmera (dracena) en la huerta con el tronco hueco.


El único motivo por el cual mi bisabuela Leonor salió de casa en los tres años siguientes a la muerte de Esteban fue la boda de Manuel, su hijo.


Manuel se casó en febrero de 1950, tan solo unos meses después de que Leonor se quedara viuda. Se casó con Maruja, una joven de buena familia y no se fue a vivir muy lejos, pues se construyó una pequeña casita en la parte más alta de la finca. Él seguía trabajando en el negocio familiar, pero, como ya conté en el capítulo anterior, la muerte de Manina cambió mucho las cosas.


Quetina e Ignacia nunca se dedicaron a las labores administrativas del negocio. Ignacia era la cocinera de la casa. Estaba siempre en la cocina y por la tarde se encerraba en su habitación con una botella de licor y no se ocupaba de nada más. Por su parte, Quetina era la artista. Se dedicaba más a los arreglos florales, pero no tenía ninguna habilidad para los libros de cuentas. Leonor también tenía muy buena mano con las plantas y conseguía maravillosas plantas en los invernaderos. Eran famosas sus begonias, que cultivaba en uno de los invernaderos de la casa envolviendo sus raíces en musgo. Manolo, por su parte, había aprendido de Manina todo lo que se refería al negocio y planteó poner una tienda de flores en el centro de Santander. Leonor no puso ningún problema a semejante idea; yo creo que no lo pensó muy bien, pues ella se quedaba en casa con dos niñas pequeñas a las cuales había que criar.  Pero también hay que pensar que la mentalidad de la época primaba al varón por encima de la mujer, por ese motivo no es difícil de entender que las Tías y Leonor no pensaran mucho en su propio porvenir y sí en favorecer el porvenir del único hombre de la familia, en esos momentos.


El centro de Santander había cambiado mucho después del incendio que asoló la ciudad en febrero de 1941. En 1950 se estaba reconstruyendo aún todo el centro comercial de la ciudad.


Voy a aprovechar para contaros algunas curiosidades sobre el incendio de Santander. El desencadenante de la catástrofe fue el fuerte viento sur que azotaba la ciudad la tarde del día 15 de febrero de 1941. La velocidad máxima que alcanzó se desconoce, puesto que los instrumentos de medición de Santander fueron destruidos por el temporal, pero se calculan rachas superiores a los 180 kilómetros por hora. El incendio se inició en la calle Cádiz,1​ en las proximidades de los muelles.


Durante el día 16 prosiguió el incendio, llegaron bomberos de Bilbao, San Sebastián, Palencia, Burgos, Oviedo, Gijón, Avilés y Madrid. Ya en el día 17, la ausencia de viento favoreció los trabajos de extinción, aunque no estaría totalmente extinto hasta quince días después.


El día 18 arribó a puerto el crucero Canarias, que aportaría suministros y comida a la población. El cambio del viento en dirección noroeste y el comienzo de la lluvia ayudó a las labores de los bomberos. Se limpió la atmósfera de la ciudad, pero aumentó considerablemente el riesgo de derrumbamientos.


Los focos principales del incendio se consiguieron apagar en los tres primeros días, pero gran parte de las ruinas y edificios destruidos albergaban llamas en su interior en los días posteriores. Tras quince días desde el comienzo del incendio, se dio fin a la catástrofe. ​


En general, el fuego afectó a las calles estrechas con edificios básicamente construidos de madera y con miradores que facilitaron la difusión de las llamas.


El resultado fue la destrucción casi completa de la zona histórica de la ciudad. Desaparecieron fundamentalmente edificios de viviendas en gran parte ocupadas por clases populares. Se destruyó la mayor parte de la puebla medieval: el total fueron 37 calles de las más antiguas de la ciudad que ocupaban 14 hectáreas, lo que supuso la desaparición de 400 edificios, entre viviendas (2000 aproximadamente) y comercios.  El de Correos fue uno de los pocos edificios de la zona que se salvaron de la catástrofe.


La zona afectada se caracterizaba, además, por constituir el centro de la ciudad, el eje donde estaban emplazados la mayor parte de los establecimientos comerciales del Santander de aquel entonces. Se ha calculado que el incendio destruyó el 90 % de los locales destinados a esta actividad.


Hubo alrededor de 10.000 damnificados y unas 7000 personas en paro forzoso. El incendio causó una sola víctima, Julián Sánchez García, un bombero madrileño. A pesar de eso, el daño material fue inmenso y miles de familias perdieron sus hogares.


La valoración material de las pérdidas se cifró oficialmente en
85.312.506 pesetas. El número de damnificados ascendió a unas
10.000 personas, lo que, teniendo en cuenta que la población de hecho de la ciudad en 1940 era de 101.793 habitantes (INE), supuso que quedasen sin vivienda aproximadamente un 10 % de los santanderinos y un buen porcentaje de ellos perdiese sus negocios y empresas. Cabe destacar que, en 1941, España estaba en plena posguerra y la situación socioeconómica no era muy favorable, por lo que una catástrofe de esta magnitud acrecentó la mala situación por la que pasaban tanto la ciudad como la región.


Como consecuencia del incendio, quedaron libres 115.421 m² de suelo urbano magníficamente situado en el centro físico de la ciudad de Santander, que fueron expropiados para concentrar los solares. Fue, por tanto, una ocasión excepcionalmente favorable para dejar terrenos a disposición de negocios inmobiliarios en una zona donde el valor del suelo era y es objeto de una creciente plusvalía, lo que provocó que se especulara con dichos terrenos para poder favorecer a las clases altas de la ciudad.


Manuel finalmente alquiló un local en el centro de Santander y, como no podía ser de otra manera, le puso a la tienda de nombre “Las Floristas”.


Cuando en la casa empezaron a tener problemas económicos decidieron vender una parte de la finca para edificar.  Manuel se quedó con un trozo del terreno, con la ayuda económica de su suegro, donde edificó una casa más grande que aún se conserva.


El suegro de Manuel era prestamista. Él prestaba dinero o entregaba vales de comercios a gente que lo necesitaba y luego lo cobraba con muchos intereses. La gente iba a pagar la deuda a la tienda de flores.


Manolo se llevó el negocio al centro de Santander y en la casa el trabajo que llegaba se derivaba a la tienda, así que cada vez entraba menos dinero y el dinero que les había proporcionado la venta de parte de la finca se iba acabando.


Por otra parte, mi abuela y su hermana crecieron. Mi abuela comenzó a trabajar en la tienda de flores y su hermana entró a trabajar en la fábrica de tabacos de la calle Alta, “La Tabacalera”.