jueves, 28 de junio de 2018

EPÍLOGO


EPÍLOGO



Sé que en esta historia han quedado muchísimas cosas por contar y, sobre todo, muchas historias en las que profundizar.


Quizás porque en mi familia creen que no las iba a entender, no me las han contado o simplemente no me las han querido contar con mucho detalle.


Muchas de estas historias relacionadas con la vida de mi bisabuela Leonor son muy parecidas a las historias de tantas familias que vivieron en la misma época. Como dije al principio de la biografía he querido relacionar la historia de mi abuela con los hechos históricos de del siglo XX. Un siglo convulso en el que hubo guerras que rompieron muchas familias, obligando a muchos ciudadanos a emigrar.


Mi abuela vivió muchas de esas situaciones. Por un lado, la fragmentación de su familia. Su padre se volvió a casar después de enviudar y formó otra familia. Tuvo diez hijos con su segunda mujer. Varios de ellos murieron de tuberculosis, enfermedad muy contagiosa y común en la época. Era muy fácil que en una misma familia hubiera varios casos. Las familias eran grandes y vivían en casa pequeñas donde varios hermanos compartían la misma cama.


Por otro lado, la emigración. Su hermano Servando emigró a Argentina y posteriormente a Estados Unidos, en concreto a Santiago de Texas. Después de más de treinta años regresó, como ya he contado, pero no se adaptó a vivir en España y finalmente volvió a California, donde falleció.


También me gustaría haber contado más cosas de mi abuela porque, aunque a ella le parezca que su vida no es muy interesante, yo creo que el hecho de ser hija de Leonor ya tiene mucho interés añadido.


Mi abuela se crió sin padre y trabajó, hasta que se casó con mi abuelo, en la tienda de flores de su hermano Manuel.


Ha tenido tres hijos y además de ser la memoria de la familia y la que se ha encargado siempre de conservar todas las fotos familiares, documentos y recuerdos, fue la que cuidó de Leonor durante todos los años que duró la enfermedad. Esa situación fue muy dura para ella y desgastó mucho a la familia. Se rompieron muchos lazos y deterioró mucho las relaciones familiares.


La casa y la finca de Leonor aún existen. Son la herencia que mi abuela comparte con su hermana y sus sobrinos (los hijos de Manuel).


De esta herencia solo queda un solar en el centro de Santander, con un jardín que guarda un raro encanto entre los escombros de la casa, que se tuvo que derruir hace unos años, pues estaba en mal estado.


Finalmente me gustaría agradecer a mi abuela y a mi madre todo lo que me han ayudado en el relato de esta historia. Yo me he enterado de muchas cosas de mi familia que me han resultado muy interesantes.


Espero que os haya resultado igual de interesante leerla que a mí escribirla.


Emma Palacios Pérez




PRÓLOGO


PRÓLOGO


Cuando Emma llegó a casa un día y nos contó que le habían encargado, como trabajo de Lengua, escribir una biografía de un miembro de la familia, ninguno tuvimos duda de quién era la persona más adecuada para protagonizar dicho trabajo.


La abuela Leo fue una persona extraordinaria, con sus luces y sus sombras, pero extraordinaria al fin y al cabo porque toda su vida, intencionadamente o no, huyó de lo ordinario y lo convencional.


Y no resultó una vida fácil. Vivió una de las etapas más convulsas de la historia de España, marcada por la inestabilidad política y el gran acontecimiento que dividió el país en dos, la Guerra Civil. Y aunque el papel de la mujer en esta sociedad fue cambiando, siempre parecía que la familia de Leonor era un oasis de progresismo en un mundo en el que la mujer era relegada, por la fuerte influencia de los sectores más conservadores de la Iglesia Católica, al matrimonio, a la maternidad y el trabajo doméstico.



El ambiente tan excepcional en el que creció fue, sin duda, clave para forjar una personalidad fuerte, incluso indómita a veces, y siempre vivió de acuerdo a sus principios e ideas y nunca le importó lo que los demás pensaran de ella. Superó grandes enfermedades como el tifus, que le conllevó la pérdida del pelo (un estigma en la época), dos abortos provocados por cólicos nefríticos y un sinfín de reveses sentimentales. Sin embargo, nunca perdió ni el buen humor, ni las ganas de cantar y reír. NI siquiera las ganas de lucir piernas, introduciendo el uso de minifalda en la conservadora sociedad santanderina.


Gracias a este trabajo, Emma y otros miembros de la familia hemos tenido conocimiento de muchos detalles de la vida de Leonor que desconocíamos. Su vida fue tan intensa que hay detalles y hechos que su hija prefiere guardarse para sí a la espera de que la edad y la madurez permitan a Emma entenderlos.


Elsa Pérez Lombraña
(con la esencial colaboración de mi madre, Marianela Lombraña García)


domingo, 10 de junio de 2018

LEONOR CAPÍTULO VIII


CAPÍTULO VIII




Bueno, pues los años iban pasando. Poco a poco nos estamos acercando a los años 60. Manolo tuvo dos hijos y consiguió tener un negocio próspero. Leonor ayudaba a su hijo y su nuera con la tienda y con los niños.


A pesar de que casi todo el trabajo se derivaba a la tienda de Manolo y muchos de los cultivos que se hacían aún en los invernaderos servían para los arreglos de la tienda, algunos de los trabajos que llegaban a la casa sí que se hacían; sobre todo, coronas para funerales y ramos de novia. 


Leonor, a pesar de todo el trajín, siempre fue una mujer atractiva y tuvo sus admiradores. Dio calabazas a más de uno, pero no estuvo interesada en volverse a casar después del fallecimiento de Esteban.


Y menos mal que no se volvió a casar, pues uno de los señores que quiso casarse con ella, se casó con otra señora y se murió en tres meses.


También tuvo una amistad muy comentada con un señor cubano que había venido a Santander para resolver unos asuntos familiares. Ahora estamos muy acostumbrados a ver por nuestras calles gente de color, pero en los años 60 ver una persona negra en Santander era bastante excepcional.


Don Santiago Buendía había aparecido una tarde en casa preguntando por la señorita Ignacia Gutiérrez. Él había venido a Santander por encargo de Don Marcelino Gándara para solucionar unos asuntos de una herencia familiar y traía una carta para Ignacia.


Don Marcelino era natural de Santander y había sido novio de Ignacia en 1925. Pero el padre de Ignacia no permitió el noviazgo y este se marchó a Cuba, donde se casó y tuvo varios negocios muy prósperos. Durante todos esos años y a pesar de casarse y tener hijos, no dejó de mantener correspondencia con Ignacia. Mi abuela aún conserva cartas y fotografías de Don Marcelino y su familia. Ignacia nunca se casó, al igual que sus hermanas, y fue siempre una mujer triste y melancólica que ahogó sus penas en el alcohol, lo cual provocó su fallecimiento a causa de una cirrosis.


Don Santiago Buendía era el abogado de Don Marcelino y este le había encargado arreglar la venta de la casa de sus padres. Su delicado estado de salud no le permitió viajar a España. Estas gestiones le llevaron a Don Santiago alrededor de tres meses y durante ese tiempo mi bisabuela Leonor le ayudó en lo que pudo e hicieron amistad. Pero pasear por Santander con una persona negra en los años 60 no pasaba desapercibido y fue objeto de más de un chismorreo.


 Sin embargo, a mi bisabuela le importaba muy poco lo que pensara la gente, ya lo había demostrado en anteriores ocasiones.


A lo largo de su vida no hizo mucho caso a los comentarios sobre su vida. Hizo lo que quiso. Entre otras cosas, fue una de las primeras mujeres en llevar las faldas por encima de la rodilla.


Los años pasan y Las Tías fallecen -Ignacia en 1959 y Quetina en 1963- y Leonor heredó lo que quedaba de la casa y la finca.


Las hijas de Leonor (una de ellas es mi abuela) se casaron y tuvieron hijos. Entre todos ellos nace mi madre. Ella me cuenta cómo fue su infancia en la huerta de su abuela. Lo bien que se lo pasaba con su prima y su hermano. Los perros que había en la huerta y los cachorros que nacieron allí (me da mucha envidia). Las flores que cultivaba su abuela Leonor y las frecuentes visitas de familiares.


Entre ellas regresó a España Servando, el hermano de Leonor. Él regresaba a vivir a Santander después de haber estado recorriendo Argentina y Estados Unidos durante unos cuantos años. Se había jubilado en Texas y quiso regresar a su tierra.  Volvió con su mujer y una nieta de quince años.


Estuvieron viviendo unos años en Santander, pero no se adaptaron y regresaron a Estados Unidos, esta vez a California. La verdad es que España era muy diferente a Estados Unidos en los años 70. 


Bueno, los años pasaron y mi bisabuela enfermó de Alzheimer en el año 1980.


Esta es una triste enfermedad, te va borrando los recuerdos hasta que no sabes quien eres. Además, es muy dura para los familiares que rodean al enfermo, pues este necesita una dedicación a tiempo completo, ya que carecen de la capacidad de cuidarse solos.


El escritor Oscar Wilde dijo “que la memoria es el diario que llevamos con nosotros a todas partes”. El premio nobel Gabriel García Márquez escribió sobre la enfermedad, que también padeció: “La vida no es lo que uno vive sino cómo lo recuerda, y cómo lo recuerda para contarlo.”


Mi bisabuela Leonor falleció en 19 de marzo de 1989; tenía 81 años, pero llevaba 10 sin recordar quién era. Puede que con este trabajo haya podido recrear una parte del diario que a Leonor se le fue borrando de su mente, pero ha quedado en el recuerdo de mi familia y me ha permitido la posibilidad de contarlo.


Seguro que se marchó con muchos secretos a la tumba y seguro que también hay cosas que no me han querido contar con más profundidad, pero espero que este recorrido por la vida de mi bisabuela os haya parecido interesante.


Me gustaría terminar con una frase que creo que es un epitafio adecuado a la intensa vida de mi bisabuela Leonor.


“No se puede pensar de ella que se fue sin haber estrenado la vida”


FIN



LEONOR CAPÍTULO VII


CAPÍTULO VII



Leonor estuvo mucho tiempo sin salir de casa, pero mi abuela recuerda lo bien que se lo pasaba en la huerta con su hermana y las trastadas que hacían y la pila de veces que Leonor las tenía que castigar. Además, el tema de los castigos era muy, muy duro. Mi abuela cuenta que una vez que se puso muy pesada le metió la cabeza en un recipiente donde se recogía el agua de lluvia.


Una vez su hermana Norín, que era muy mentirosa, se empeñó en decir que había visto una serpiente en el tronco de una palmera. Tuvieron que quemar parte del tronco para hacer desaparecer a la serpiente y que ella se quedara tranquila. Aún se conserva la palmera (dracena) en la huerta con el tronco hueco.


El único motivo por el cual mi bisabuela Leonor salió de casa en los tres años siguientes a la muerte de Esteban fue la boda de Manuel, su hijo.


Manuel se casó en febrero de 1950, tan solo unos meses después de que Leonor se quedara viuda. Se casó con Maruja, una joven de buena familia y no se fue a vivir muy lejos, pues se construyó una pequeña casita en la parte más alta de la finca. Él seguía trabajando en el negocio familiar, pero, como ya conté en el capítulo anterior, la muerte de Manina cambió mucho las cosas.


Quetina e Ignacia nunca se dedicaron a las labores administrativas del negocio. Ignacia era la cocinera de la casa. Estaba siempre en la cocina y por la tarde se encerraba en su habitación con una botella de licor y no se ocupaba de nada más. Por su parte, Quetina era la artista. Se dedicaba más a los arreglos florales, pero no tenía ninguna habilidad para los libros de cuentas. Leonor también tenía muy buena mano con las plantas y conseguía maravillosas plantas en los invernaderos. Eran famosas sus begonias, que cultivaba en uno de los invernaderos de la casa envolviendo sus raíces en musgo. Manolo, por su parte, había aprendido de Manina todo lo que se refería al negocio y planteó poner una tienda de flores en el centro de Santander. Leonor no puso ningún problema a semejante idea; yo creo que no lo pensó muy bien, pues ella se quedaba en casa con dos niñas pequeñas a las cuales había que criar.  Pero también hay que pensar que la mentalidad de la época primaba al varón por encima de la mujer, por ese motivo no es difícil de entender que las Tías y Leonor no pensaran mucho en su propio porvenir y sí en favorecer el porvenir del único hombre de la familia, en esos momentos.


El centro de Santander había cambiado mucho después del incendio que asoló la ciudad en febrero de 1941. En 1950 se estaba reconstruyendo aún todo el centro comercial de la ciudad.


Voy a aprovechar para contaros algunas curiosidades sobre el incendio de Santander. El desencadenante de la catástrofe fue el fuerte viento sur que azotaba la ciudad la tarde del día 15 de febrero de 1941. La velocidad máxima que alcanzó se desconoce, puesto que los instrumentos de medición de Santander fueron destruidos por el temporal, pero se calculan rachas superiores a los 180 kilómetros por hora. El incendio se inició en la calle Cádiz,1​ en las proximidades de los muelles.


Durante el día 16 prosiguió el incendio, llegaron bomberos de Bilbao, San Sebastián, Palencia, Burgos, Oviedo, Gijón, Avilés y Madrid. Ya en el día 17, la ausencia de viento favoreció los trabajos de extinción, aunque no estaría totalmente extinto hasta quince días después.


El día 18 arribó a puerto el crucero Canarias, que aportaría suministros y comida a la población. El cambio del viento en dirección noroeste y el comienzo de la lluvia ayudó a las labores de los bomberos. Se limpió la atmósfera de la ciudad, pero aumentó considerablemente el riesgo de derrumbamientos.


Los focos principales del incendio se consiguieron apagar en los tres primeros días, pero gran parte de las ruinas y edificios destruidos albergaban llamas en su interior en los días posteriores. Tras quince días desde el comienzo del incendio, se dio fin a la catástrofe. ​


En general, el fuego afectó a las calles estrechas con edificios básicamente construidos de madera y con miradores que facilitaron la difusión de las llamas.


El resultado fue la destrucción casi completa de la zona histórica de la ciudad. Desaparecieron fundamentalmente edificios de viviendas en gran parte ocupadas por clases populares. Se destruyó la mayor parte de la puebla medieval: el total fueron 37 calles de las más antiguas de la ciudad que ocupaban 14 hectáreas, lo que supuso la desaparición de 400 edificios, entre viviendas (2000 aproximadamente) y comercios.  El de Correos fue uno de los pocos edificios de la zona que se salvaron de la catástrofe.


La zona afectada se caracterizaba, además, por constituir el centro de la ciudad, el eje donde estaban emplazados la mayor parte de los establecimientos comerciales del Santander de aquel entonces. Se ha calculado que el incendio destruyó el 90 % de los locales destinados a esta actividad.


Hubo alrededor de 10.000 damnificados y unas 7000 personas en paro forzoso. El incendio causó una sola víctima, Julián Sánchez García, un bombero madrileño. A pesar de eso, el daño material fue inmenso y miles de familias perdieron sus hogares.


La valoración material de las pérdidas se cifró oficialmente en
85.312.506 pesetas. El número de damnificados ascendió a unas
10.000 personas, lo que, teniendo en cuenta que la población de hecho de la ciudad en 1940 era de 101.793 habitantes (INE), supuso que quedasen sin vivienda aproximadamente un 10 % de los santanderinos y un buen porcentaje de ellos perdiese sus negocios y empresas. Cabe destacar que, en 1941, España estaba en plena posguerra y la situación socioeconómica no era muy favorable, por lo que una catástrofe de esta magnitud acrecentó la mala situación por la que pasaban tanto la ciudad como la región.


Como consecuencia del incendio, quedaron libres 115.421 m² de suelo urbano magníficamente situado en el centro físico de la ciudad de Santander, que fueron expropiados para concentrar los solares. Fue, por tanto, una ocasión excepcionalmente favorable para dejar terrenos a disposición de negocios inmobiliarios en una zona donde el valor del suelo era y es objeto de una creciente plusvalía, lo que provocó que se especulara con dichos terrenos para poder favorecer a las clases altas de la ciudad.


Manuel finalmente alquiló un local en el centro de Santander y, como no podía ser de otra manera, le puso a la tienda de nombre “Las Floristas”.


Cuando en la casa empezaron a tener problemas económicos decidieron vender una parte de la finca para edificar.  Manuel se quedó con un trozo del terreno, con la ayuda económica de su suegro, donde edificó una casa más grande que aún se conserva.


El suegro de Manuel era prestamista. Él prestaba dinero o entregaba vales de comercios a gente que lo necesitaba y luego lo cobraba con muchos intereses. La gente iba a pagar la deuda a la tienda de flores.


Manolo se llevó el negocio al centro de Santander y en la casa el trabajo que llegaba se derivaba a la tienda, así que cada vez entraba menos dinero y el dinero que les había proporcionado la venta de parte de la finca se iba acabando.


Por otra parte, mi abuela y su hermana crecieron. Mi abuela comenzó a trabajar en la tienda de flores y su hermana entró a trabajar en la fábrica de tabacos de la calle Alta, “La Tabacalera”.






jueves, 10 de mayo de 2018

LEONOR CAPÍTULO VI


CAPÍTULO VI



Bueno, ahora quiero hablaros un poco de mi bisabuelo Esteban; creo que era una persona interesante. Como ya he comentado en páginas anteriores, era el pequeño de seis hermanos, se dedicaba a la venta de madera y gestionaba el patrimonio familiar, pues el resto de sus hermanos mayores no vivían en Liébana.


Su hermana mayor se llamaba Josefa y vivía en Valencia. Su marido era valenciano y trabajaba de maestro. Su segundo hermano se llamaba Vicente y era maestro en Jaca (provincia de Huesca). El tercero, Manuel, siempre tuvo necesidad de aventuras y se marchó muy joven a México, donde se le perdió la pista. Muchos años más tarde unos familiares encontraron su tumba y a sus descendientes. El cuarto se llamaba José y ejercía de practicante (son los enfermeros de ahora) para los empleados de la central hidroeléctrica de Camarmeña (Asturias).  La quinta era Rosa, que se casó y siempre vivió en el pueblo. El sexto era Esteban que, aunque se caso con mi bisabuela y se mudó a vivir a Santander, mantenía el trabajo y la gestión del patrimonio familiar junto con su padre.


Esteban se integró rápidamente a la vida de la casa de la calle del Monte. Tenía muy buena relación con Manuel, que cuando Leonor y Esteban se casaron tenía 17 años, y se llevaba muy bien con Las Tías. Además, la llegada de sus dos niñas fue como un soplo de aire fresco para todos.


Por la casa pasaban todos los familiares de Liébana que tenían algo que hacer en Santander. Varios sobrinos de Esteban vivieron mientras estudiaban el bachillerato, otro estuvo una larga temporada convaleciente de una operación en una pierna. Bueno, que por aquella casa todo el que pasaba era bien recibido.


Esteban tenía una afición, heredada de su padre. Era rabelista. No solo lo tocaba, sino que también los construía. ¿Sabéis que es un rabel? 


Un rabel es un instrumento de cuerda, que dicen nos trajeron los árabes y que es el predecesor del violín. Dependiendo de la comarca de Cantabria donde se toque se hace de una forma diferente. En Campoo se toca como si fuera un violín, sin embargo, en el valle de Polaciones se toca sentado con el rabel entre las piernas. El rabel es un instrumento antiquísimo, pastoril, que hoy en día se guarda como una joya etnográfica en casas y museos. Los rabelistas tocaban el instrumento a la vez que cantaban picarescas canciones.


Esteban lo tocaba al modo purriego*, además de por la cercanía entre los valles de Liébana y Polaciones, porque el padre de Esteban era natural de Polaciones y le había trasmitido esta afición. Para construir los rabeles, necesitaba para las cuerdas crin de caballo y se abastecía de ellas de los animales que traían la leche al convento de las Oblatas en la calle del Monte.


Leonor, por fin y después de todo lo que había pasado, era feliz. A pesar de que los años cuarenta no eran fáciles para nadie, ella tenía a sus hijas, que eran dos trastos, pero que eran la alegría de la casa y Manolo era ya casi un hombre.


Pero la felicidad completa no existe. Esteban tenía una debilidad, un lado oscuro que hizo sufrir mucho a Leonor: su afición al juego.  No jugaba a las cartas como un modo de pasar el rato, como lo podemos entender ahora. Apostaba mucho dinero. Pero es que el juego en esos años estaba prohibido y se hacía a escondidas en algunos bares de la ciudad.



*Purriego. Gentilicio aplicado a los habitantes del Valle de Polaciones.
Se lo apostó todo. Se jugó las tierras que le correspondían por la herencia de sus padres en Liébana. Se jugaba todo el dinero que tenía, hasta el punto de que Leonor descosía los dobladillos de los abrigos, metía los billetes muy doblados y los volvía a coser, para intentar que él no los encontrara. Así todo, en algunas ocasiones sí que lo encontró.


En estas historias estábamos cuando el 23 de noviembre de 1946 fallece Manina de una insuficiencia renal. Tenía 60 años. Fue una gran pérdida.  Ella era el cerebro de la casa. Ella era la que organizaba el negocio y por sus manos pasaban todas las decisiones importantes. Tras el fallecimiento, entre sus hermanas Quetina e Ignacia, Leonor y Manolo continuaron llevando el negocio. Por su parte, Esteban continuaba con sus actividades de venta de madera y sus juegos ilegales de cartas.


Mi bisabuela se volvió a quedar embarazada al principio de 1949, después de haber tenido por lo menos dos abortos. Pero ese verano Esteban enfermó y a mediados de agosto le tuvieron que operar del estómago. Lo operaron en una clínica que había en el Sardinero. Leonor siempre contaba que cuando se despertó de la anestesia le dijo que había escuchado a los médicos hablar y decían que algo había salido mal en la operación.


Lo cierto es que a mi bisabuela le dijeron los médicos que Esteban estaba muy grave y que le quedaba poco tiempo de vida. Ella siempre contaba que a partir de ese momento dejo de sentir al bebé que llevaba en su vientre (estaba embarazada de siete meses).


Esteban fallece el 2 de septiembre de 1949 y Leonor vuelve a quedarse viuda con dos hijas pequeñas y otra en camino. Mi abuela me ha contado que en aquellos años los velatorios se hacían en la casa del difunto y, aunque ella solo tenía cinco años y medio cuando falleció su padre, se acuerda perfectamente de ver el féretro en el salón de la casa.


También se acuerda de cuando en octubre su madre estaba de parto y ella no se quería separar de su lado. Al final, la matrona la dejó quedarse en la cama y así presenció cómo nacía su hermana muerta, a la cual le faltaba parte de la cabeza que no se había desarrollado. Con razón Leonor había dejado de sentir al bebé cuando le dieron la mala noticia de la enfermedad de Esteban.


Después de todas estas desgracias, ella se hunde en una profunda depresión que la tiene encerrada en casa durante tres años.






domingo, 15 de abril de 2018

LEONOR CAPÍTULO V


CAPÍTULO V


La Casa de Salud Valdecilla fue inaugurada en el año 1929 por D. Ramón Pelayo de la Torriente, Marqués de Valdecilla, que asumió la idea y el completo patronazgo de un proyecto que, partiendo de una iniciativa popular, venía a sustituir al antiguo Hospital de San Rafael.


Desde el punto de vista físico se diseñó y construyó un Hospital de estructura horizontal con pabellones unidos entre sí mediante una galería y un túnel subterráneo, según las más avanzadas ideas de arquitectura hospitalaria de aquel momento. Su modelo organizativo y diseño funcional fueron extraordinariamente novedosos para su tiempo, ya que, por un lado, se trataba de un hospital regido por un patronato (circunstancia totalmente inusual) y asumía la total responsabilidad asistencial para una zona geográfica delimitada; y, por otro, se diseñó para cumplir una cuádruple función: asistencial, docente, investigadora y preventiva en la comunidad a la que sirve. De todo aquel espíritu innovador y adelantado a su tiempo, deben reseñarse especialmente: la creación del Instituto Médico de Posgraduados (primer germen de la figura del médico especialista), la Escuela de Enfermeras de la CSV (desde donde se introdujo en nuestro país el modelo contemporáneo de enfermería), la Biblioteca "Marquesa de Pelayo" y los laboratorios de investigación experimental. Durante los treinta primeros años de su existencia (de 1929 a 1959), sin duda los más complicados de nuestra historia reciente, la Casa de Salud Valdecilla (CSV) supo mantener una parte esencial de su espíritu fundacional, conformándose una imagen institucional que, más allá de los cambios organizativos, físicos y funcionales acontecidos, todavía subsiste.


En la Casa Salud Valdecilla trabajaron y se formaron grandes especialistas, reconocidos en todo el mundo, que dieron durante muchos años un gran prestigio al hospital. Además del doctor Díez-Caneja, oftalmólogo que operó a Manina, también me gustaría nombrar al Doctor Guillermo Arce, pediatra de gran prestigio, creador del año 1929 del Servicio de Puericultura de la Casa Salud Valdecilla. Es considerado como el creador de la Escuela de Pediatría Española. La ciudad de Santander por suscripción popular le ha dedicado un monumento que actualmente se encuentra en la zona de Puertochico y al lado del que seguro que en algún momento habéis pasado. Está enterrado en el Panteón de hijos ilustres del cementerio de Ciriego.


Bueno, mi bisabuela se había quedado viuda y yo creo que, al fin y al cabo, estaba aliviada, porque Emilio la maltrataba y con su pérdida estaba mental y físicamente mejor que con él en vida.


En junio de ese mismo año tuvieron que operar a Manina de cataratas. La operó el doctor Díez-Caneja, director de la sección de Oftalmología de la Casa Salud Valdecilla y oftalmólogo de gran prestigio en la época.


Hoy en día te operan de cataratas y te mandan a tu casa a dormir sin necesidad de estar ingresado ningún día en el hospital (como le ha pasado a mi abuelo). Pero en 1942 el tema era un poco diferente, pues era necesario estar ingresado varios días; además tenían que estar tumbados boca arriba y no se podían mover, les daban de comer con una pajita para que no movieran nada la cabeza. A Manina la operaron en la Casa Salud Valdecilla, hoy conocido por todos como el Hospital Universitario Marqués de Valdecilla (HUMV), cuya historia me parece interesante y os quiero resumir en estas líneas.


Volvamos a mi bisabuela, que estaba acompañando a Manina en el Hospital cuando conoció a mi bisabuelo.  Él se llamaba Esteban y había venido a Santander desde Liébana (desde un pueblo que se llama Lomeña) para acompañar a su tía María, a la que también habían operado de cataratas.


Esteban tenía 42 años y era el pequeño de seis hermanos; era alto, muy guapo y estaba soltero. De hecho, era el soltero más perseguido de toda Liébana. Se dedicaba a la venta de partidas de madera a los aserraderos y todo el que le conoció dijo siempre de él que tenía un gran encanto; era educado, simpático, amable y un gran conversador.


Leonor en ese momento tenía 35 años y, a pesar de todas las desgracias que había vivido, era una mujer muy guapa, alegre y también una gran conversadora.


En fin, que se enamoraron y por eso entre otras cosas estoy yo contando esta historia. Pero como en la vida de mi bisabuela nada fue fácil, esto tampoco lo fue.

No sé si podéis imaginar lo difícil que fue este romance, teniendo en cuenta como era la sociedad en 1942, en plena postguerra. Era una mujer que se acabada de quedar viuda, de una forma dramática. Era obligatorio vestir de luto, con las faldas por debajo de la rodilla, medias negras y zapatos cerrados. Por supuesto, nada de escotes y el pelo tenía que ir cubierto por un velo.  Además, había una ley que obligaba a que pasaran 13 meses desde el fallecimiento del anterior marido para poder volverse a casar.  Fijaos cómo tenían que mantener las apariencias, que la familia se dio cuenta de que Leonor se había enamorado porque comenzó a ponerse sandalias.


El noviazgo fue corto y cuando paseaban por Santander iban siempre acompañados de otra persona que se colocaba en medio de los dos.


Leonor fue a visitar a los padres de Esteban a Lomeña (Liébana) antes de casarse. Para poder llegar al pueblo había que hacerlo a lomos de un caballo, pues no llegaba la carretera hasta allí. Para ella era como ir al fin del mundo. Leonor estaba acostumbrada a la vida de la ciudad, que era muy distinta a la vida de un pueblo en medio de las montañas. Mi bisabuelo le enseñó cómo era su vida, todas las fincas de la familia. En una de las curvas de la carretera antes de llegar al pueblo, hay una finca que tiene un grupo de tres grandes nogales que plantó Esteban cuando era joven y que aún se conservan. Mi madre los ha visto hace unos pocos años. Esteban también le enseñó las montañas a las que tanto amó y añoró siempre.


A pesar de todas las dificultades y muchas habladurías, el 8 de mayo de 1943 Leonor y Esteban se casaban.

                                    

                                                                                 Foto de boda de Leonor y Esteban.  Mayo 1943


El 3 de febrero de 1944 nacía la primera hija del matrimonio, a la que pusieron de nombre María Manuela, en homenaje a las dos personas por las que se habían conocido en el hospital. María, por la tía de Esteban, y Manina (su nombre era Manuela), la prima de Leonor. Pero toda la vida la han llamado Marianela, que a mí me parece mucho más bonito y, además, es mi abuela.


Dieciséis meses más tarde Marianela tenía una hermana a la que llamaron Leonor, como su madre, y a la que toda la vida han llamado Norín.


domingo, 4 de marzo de 2018

LEONOR CAPÍTULO IV


CAPITULO IV



El 17 de julio de 1936 estalló en nuestro país una espantosa Guerra Civil. Causó miles de muertos, destruyó hogares, arruinó el país y llevó a mucha gente al exilio. Muchos civiles fueron al frente y así lo hizo el actual marido de mi bisabuela. Era un hombre de izquierdas y se marchó a luchar al frente de Asturias con el ejército republicano. Al principio mi bisabuela se quedó en casa con su hijo, pero con el tiempo y ante la insistencia de Emilio acabó acompañándolo al frente.


Esta decisión no fue fácil de tomar para ella y la retrasó todo lo que pudo. Se iba con su marido a la guerra, pero lo más importante para ella era su hijo. Manolo tenía 10 años y, aunque en la casa estaba bien cuidado, no tenía padre y, si ella moría en el frente, el niño se quedaría huérfano. Finalmente, tomó la decisión de hacer un documento notarial donde dejaba a Manolo bajo la tutela de Manina mientras ella estaba ausente. Aunque ahora nos parezca raro, pues nosotros estamos acostumbrados a conseguir la información y transmitirla a través de las nuevas tecnologías de manera fácil y rápida, sin ningún tipo de esfuerzo ni espera. Pero en el año 1936 podían pasar meses sin tener noticias de los familiares que estaban luchando en la guerra. Estas personas tenían difícil la manera de comunicarse, pues tenían que buscarse la vida para enviar una carta o bajar a alguna localidad para ver si con un poco de suerte conseguían encontrar algún teléfono para contactar con sus familias.  


Así es como mi bisabuela, muy a su pesar, se convirtió en miliciana. Con todo el dolor de su corazón, dejó a su hijo y siguió a su marido al frente de batalla.


Os preguntaréis quiénes eran las milicianas. Las milicianas eran mujeres pertenecientes al bando republicano que se alistaron en la milicia para luchar contra el fascismo durante la Guerra Civil y que rompieron con la idea de que la guerra era un espacio exclusivamente masculino. Tenemos que entender que las mujeres durante la Segunda República habían avanzado mucho camino en la lucha por la igualdad. Desde el 9 de diciembre de 1931, con la promulgación de la Constitución, se reconoce el derecho al sufragio femenino en España, podían votar a los 23 años; además, se aprobó la primera ley del divorcio. Pero, a pesar de todo este camino andado, durante la guerra, las que querían luchar en primera línea y empuñar un arma se encontraron con muchos obstáculos y la mayoría de las veces acababan haciendo labores en la retaguardia, como enfermeras o cocineras.


En el caso de mi bisabuela, ella nunca tuvo intención de empuñar un arma. Como he comentado anteriormente, ella siguió a su marido a la guerra por la insistencia de este y con el tremendo dolor de dejar a su hijo, y su labor durante el tiempo que estuvo en el frente de batalla siempre estuvo en la retaguardia, ayudando en lo que podía.


Ella estuvo casi un año en el frente de Asturias, pero enfermó y tuvo que regresar a casa. Estuvo muy enferma y tardó bastante tiempo en curarse; contrajo el tifus.  Tuvo que raparse el pelo porque el tifus lo contagian fundamentalmente los piojos y las pulgas. Como imaginareis, la vida en el frente no estaba llena de comodidades. Dormían en el suelo, en establos o donde podían. Lo mismo ocurría con la higiene. Se lavaban en ríos con agua fría y en invierno no era muy agradable, así que lo normal era pasar días, incluso semanas, sin lavarse. Y en estas circunstancias lo normal era tener piojos o que te picaran las pulgas.  


Leonor regresó casa con su hijo, pero la guerra no había terminado y en la casa se vivía otra cara de la guerra. En nuestra familia siempre se han contado historias ocurridas durante esos años.  La historia de armas escondidas en un aljibe es una de mis favoritas. ¿Sabéis lo que es un aljibe? Pues es un depósito grande, generalmente bajo tierra, para recoger y conservar el agua, especialmente de lluvia. En la casa había un aljibe enorme encima del cual había un estanque con carpas de colores a las que mi madre daba de comer cuando ella era pequeña. Bueno, había y hay, pues el estanque con los peces no existe ahora, pero el aljibe sigue estando en el mismo sitio y la verdad es que nunca se ha vaciado. En realidad, sí que se ha vaciado parcialmente, en una ocasión en que a mi padre se le cayó un mechero grabado que le había regalado mi madre y entre él y un amigo vaciaron parte del aljibe para recuperar el mechero. En aquella ocasión no encontraron armas, así que puede ser que aún estén escondidas. Cuenta la leyenda que cuando acabó la guerra y regresaron parte de los combatientes del ejército republicano, entre ellos Emilio, el marido de Leonor, y algunos de sus compañeros, tuvieron que esconder las armas en el aljibe para que no se las encontraran en casa.


También durante la guerra, la casa sirvió de refugio a una señora que se escapó de la cárcel de mujeres que estaba en la calle del Monte, el antiguo convento de Las Oblatas, que actualmente no existe, allí solo queda en pie una iglesia que no tiene culto. Esta señora era una presa política y huyó a Francia, donde vivió muchos años y no pudo regresar a España hasta que hubo democracia, que eso no fue hasta la muerte de Franco, en 1975. El delito de esta mujer no era otro que haber pertenecido a un sindicato.  


Desde la casa se escuchaban ruidos todas las noches de gente que atravesaba la huerta en su huida. Allí nunca se puso impedimento alguno y se ayudó siempre que se pudo. Milagrosamente, esto no las perjudicó, pues siempre habían estado muy bien relacionadas con la iglesia y con personas que tuvieron bastante poder.


Pero esto no impidió que, cuando Emilio regresó del frente, un vecino de Monte con el que tenía disputas por unos terrenos le denunciara y le detuvieran. Emilio estuvo tres años preso, desde 1939 hasta abril de 1942, en la cárcel de la Tabacalera, que hoy es la Biblioteca Central de Cantabria. Como tantos otros por ser de izquierdas y pertenecer al bando perdedor.  Mi bisabuela le visitaba y le llevaba comida y ropa limpia.


La vida durante los años que siguieron al fin de la guerra no fue fácil para nadie. Había mucha escasez. No había alimentos básicos suficientes y toda la comida estaba racionada. Tenían las llamadas Cartillas de Racionamiento, donde se limitaba la adquisición de alimentos básicos. Estos alimentos eran de mala calidad y se puso de manifiesto a corrupción generalizada y la aparición del mercado negro. Dadas estas carencias nutritivas, aparecieron una serie de enfermedades relacionadas, como fueron las hepáticas, la tuberculosis, gripe, las fiebres tifoideas, el paludismo y la disentería, por falta de higiene. Los ancianos y los niños tuvieron un alarmante índice de defunciones. El racionamiento duró en España hasta mayo de 1952.


Ella seguía con la vida en la casa. Trabajó muy duro, pues fueron unos años muy difíciles. En la casa disponían de productos básicos, tenían animales, los frutales y las verduras que se plantaban.  Allí no se pasó mucha hambre y se ayudaba a mucha gente que lo estaba pasando muy mal. Nunca se negó un plato de comida a nadie.


Así pasaron los tres años que Emilio estuvo en la cárcel. Salió en abril de 1942. A los pocos días decidieron irse de excursión al Bocal para que Emilio pudiera pescar en la costa donde lo había hecho desde niño. Después de tanto tiempo en la cárcel necesitaba ver el mar. Llevaron la comida y fueron toda la familia: Leonor, Las Tías, Manolo (tenía 16 años) y un amigo y varias amistades. Era un grupo muy numeroso el que fue testigo de la nueva fatalidad en la vida de Leonor.


Una ola se llevo a Emilio mientras pescaba en unas rocas, ante la mirada de todos, desapareció en el mar. Estuvo nueve días desaparecido y ya habían perdido toda esperanza de encontrar el cuerpo cuando un pescador que había leído un edicto en la Iglesia de Monte, donde se ofrecía una recompensa si alguien daba alguna información, se acercó a la casa y dijo que estaba el cuerpo metido entre unas rocas, pero que no se podía ver nada más que desde el mar.


Leonor se había quedado viuda de una forma dramática que todavía no asimilaba.